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viernes, 1 de febrero de 2013


                     PEQUEÑOS  RELATOS, HISTORIAS DE ARRABALDE Y SUS GENTES 

DE CÓMO LAS CAMPANAS DE ARRABALDE TOCARON SOLAS LA NOCHE DE DIFUNTOS.


-!Cuidado, no se vaya a escapar!, prepara el saco y ajústalo bien a la boca de la madriguera.
-No te preocupes, que este ya es nuestro.
-Ulpiano, prende ya el manojo de hierbas y tíralo dentro con fuerza, y tu José, pon inmediatamente el saco bien sujeto a la entrada, que este jodío va a salir como una flecha.

Desde el interior de la reducida madriguera unos brillantes ojos contemplaban desesperados las maniobras de aquellos tres mozos. Cuando las encendidas hierbas cayeron cerca de sus patas, se aplastó gruñendo contra el fondo de la cueva, pero sus pequeñas dimensiones no le permitieron alejarse lo suficiente de las llamas, por lo que cuando éstas comenzaron a chamuscarle los pelos y el humo le hizo el aire irrespirable, salió como un rayo enseñando los afilados colmillos.

¡Cuidado, que viene!
Y se precipitó ciego de rabia en el áspero saco que tapaba la boca de la cueva.
-¡Rápido Ulpiano, la cuerda!
-Este es más pequeño que el de la semana pasada.
-Bueno, también estará más tierno. Vamos para el pueblo, que hay que matarlo y desollarlo, lo dejaremos toda la noche al sereno y mañana por la tarde que lo guise tu madre, José, que esta vez le toca a ella, y a la noche lo zampamos en la bodega.
-¡Recoño, Orencio!..., mi madre no se si querrá, dice que los raposos le huelen mal.
-¡Que se deje de olores ni de leches!, lo que cuenta es llenar la andorga. Que le eche unas buenas guindillas picantes y un poco de tomillo, que eso le quita el olor alimaña.

Todo esto ocurría el 31 de octubre de 1945 en la sierra de Arrabalde. Aquel año, como todos los de la década, no había sido bueno para nadie, y por aquellos tiempos muchos se acostaban con apenas unas escasas sopas de ajo por toda cena. Y como el hambre agudiza el ingenio, los conejos, liebres, gatos, raposos, ranas, lagartos, mincharros y cualquier bicho comestible o medio comestible que volara o se moviera sobre la superficie terrestre, corría el riesgo de servir de cena a cualquier estómago necesitado de los muchos que por allí abundaban.

Años más tarde se harían populares por Arrabalde unas significativas coplillas que decían:

"Los conejos de la sierra
le piden a San Isidro,
que se muera "Peluca"
y la perrica de Sixto"

¡Qué bueno está el gato
que mató "Bueyzón"!,
lo comen los quintos
en el Pocerón" (2)

"Peluca", (Luis), era un mocetón de una estatura inusual para aquellos tiempos, y junto con la perra de Sixto, tuvo fama de ser durante años el azote de los conejos de la Sierra.

A las once y media de la noche del día 1 de noviembre, sentados alrededor de la lumbre en la bodega de José, aquellos hambrientos zagales ya habían dado buena cuenta del infeliz raposo, abundantemente regado con el buen vinico de la tierra. Que no es que tuviera muchos grados, pero... ¡¡Dios que bueno estaba y cómo se dejaba beber!!. Y entre ronda y ronda, acompañadas éstas como era de rigor por las obligadas canciones, acabaron con más de dieciocho cuartillos de vino.

-Venga, vamos a echar la última, que este jodío daba más a monte que el de la semana pasada.
-Venga, por José.
Y cogiendo éste la jarra de barro llena de vino, iniciaban la ronda cantando a grito pelado:

"Le decimos a José, le decimos la verdad,
que si no bebe vino es que no tiene caridad,
¡Qué beba, qué beba, que más hay en la cueva,
que churru, que murru, que pun!!.
¡Hay qué alegres son, los de esta compañía,
hay que alegres son, que deme usté  el porrón!
¡¡Chin, pon!!".

La filosofía de la canción consistía en que, a su inicio, el nombrado en ella levantaba la jarra en alto, comenzando a beber en cuanto se oía el primer "Qué beba", no cesando hasta que se llegaba al "pun", acompañando a continuación en el canto a los demás hasta concluir la letra. Acto seguido se pasaba la jarra al siguiente y se iniciaba de nuevo la cancioncilla diciendo su nombre en el primer verso, y así hasta que la jarra pasaba por todos los allí presentes, siendo frecuente que se acabara el vino de la misma antes que la ronda si estos eran muchos, interrumpiendo en ese momento la canción, para, en un santiamén, tirar del tapín,
(1) llenarla de nuevo y continuar el rito.

Pero por si a alguno de los allí presentes se le ocurría beber poco mientras le cantaban el "que beba", estas estrofas las repetían lentamente, para que tuviera tiempo de empaparse hasta los ojos, mientras llegaba el "pun".

No era este el caso de los tres mozos, capaces si los hubieran dejado de beberse en el año la cosecha de vino de medio pueblo, aunque para ello tuvieran que comerse todos los raposos de Las Labradas y del Monte Carpurias.

-Bueno vamos, que por hoy ya está bien, -anunció Ulpiano con los ojillos vidriados por el vino-.
Y cerrando la pesada puerta de encina, abandonaron la cálida bodega perdiéndose en la oscuridad de la noche por el camino que los llevaría al Rollo.
(3)

No sé si faltaría mucho para que dieran las doce de la noche, o si ya habrían pasado, pero sobre esa hora poco más o menos, desde la torre de la iglesia se oyó el primer campanazo tocando a muerto. Varios segundos más tarde sonó de igual manera la campana menor lanzando su tétrico mensaje por entre las solitarias y oscuras calles del pueblo.

Un escalofrío recorrió a Doña Sofía, maestra del lugar, que dormía en una casa próxima a la iglesia. ¿Quién se habrá muerto? - se preguntó-, ¿sería la tía Tomasa, que se encontraba tan mal?, o quizás el tío Ambrosio que decían que ya estaba en las últimas. Bueno, fuera quien fuera, mañana tendría tiempo de enterarse. ¡Qué casualidad, mira que ir a morirse la noche de difuntos!.

Pero las campanas no se limitaron a tocar solo un rato, como hubiera sido lo normal; siguieron lanzando al aire su lento y lúgubre sonido una vez, y otra, y otra, y otra..., metiéndose por los resquicios de las ventanas y las gateras de las puertas hasta golpear en los oídos de las tranquilas gentes de Arrabalde. No era lógico que cuando alguien se moría, estuvieran encordando tanto tiempo, así que algo inusual y extraño estaba ocurriendo.

Don Antonio, el cura, ya había cambiado intranquilo tres veces de postura en la cama, hasta que, incapaz de conciliar el sueño, decidió averiguar lo que estaba pasando. Si se había muerto alguien lo hubieran tenido que avisar, y si no se había muerto nadie ¿por qué demonios estaban tocando las campanas?. ¡Cómo se tratara de una broma, alguno iba a conocer su genio!.

Se tiró de la cama, se puso a toda prisa unos viejos pantalones que rápidamente cubrió con la sotana y encendiendo un farol de aceite echó mano de su inseparable cacha, dispuesto a acabar con aquella historia.

La plaza de la iglesia estaba más oscura que boca de lobo, pues no había en ella ni una mala bombilla que la iluminara; tan solo el farol de Clementino el Sacristán, que ya había llegado preocupado también por la insistencia de los toques, rompía la oscuridad con su débil luz.

-Clementino, ¿quién está tocando las campanas?, le preguntó el cura con voz destemplada.
-Buenas noches D. Antonio; pues mire usté, no lo sé, ni tampoco se de naide que se haya muerto.
-Bueno, pues hala, sube al campanario y echa para abajo a los que está tocando las campanas, que yo los esperaré junto a las escaleras.

Y mientras se iba acercando a los primeros peldaños de piedra le decía entre dientes a la cacha: "hoy me parece que vas a medir los lomos de algún gañán".

Pero, señor cura..., es que..., subir yo solo a la torre con lo oscuro que está...
-Déjate de monsergas Clementino, ¿no llevas el farol?, o es que tienes miedo!
-No..., no es eso, es que...
-Bueno, pues hala, tira p'arriba.

Y el bueno de Clementino inició la subida al campanario con el culo apretado, según contó él mismo al día siguiente, aunque no fue nada comparado como lo tenía cuando bajó la segunda vez.

Para entonces, y debido a la insistencia de los toques, habían ido llegando a la plaza un buen número de vecinos a interesarse por el posible muerto, entre los que se encontraban el tío Domingo el alcalde, Pascual, Dionisio, Baltasar, la tía María, Josefa, Ciriaca y unos cuantos más que, a prudente distancia de la torre, especulaban entre ellos sobre quiénes estarían arriba encordando, que como no se había muerto nadie y era la noche de difuntos, a lo mejor era algún alma en pena que necesitaba una misa.

Cuando Clementino llegó al rellano del oscuro campanario, esperaba ver a dos o tres mozos agarrados a los badajos de las campanas, pero su sorpresa no tuvo límites cuando a la mortecina luz del farol lo vio vacío.

Desde abajo vieron el tenue resplandor luchar durante unos instantes con las sombras, y acto seguido salir disparado hacia abajo como si hubiera visto al mismo Lucifer tocando a muerto.

Cuando llegó resoplando a la altura del cura, que ya esperaba con la cacha levantada, tenía tal tembleque en las piernas que apenas si podía sostenerse.

-D... Do... Don Antonio, a... a... allí no hay nadie.
-¡Pero qué dices, hombre!
-L... Le...Le juro que no había nadie, que las campanas tocaban solas. Vi muy bien como se movían solos los badajos.
-Di mejor que el miedo que llevabas no te dejó ver ni las campanas, pero de esos me encargo yo. ¡Van a bajar a bastonazo limpio!.

Y uniendo la acción a la palabra, el bravo cura arremangó la sotana e inició el ascenso seguido varios escalones más abajo del atemorizado sacristán. Cuando iba a media escalera, inesperadamente dejaron de tocar las campanas, lo que hizo suponer al enfadado clérigo que los culpables ya lo habían visto y se resignaban a rendirle cuentas. Pero cuando llegó al descansillo de piedra y levantó el farol esperando que a su luz aparecieran las siluetas de los "campaneros", un nervioso escalofrío le recorrió la columna vertebral al no divisar a nadie. Avanzó unos pasos más en el silencioso campanario conteniendo la respiración, y con paso cauto se internó en él mientras lo invadía una extraña y desagradable sensación de inseguridad. El sacristán tenía razón, aquello estaba vacío; entonces ¿quién o qué había tocado las campanas?, porque allí no había donde esconderse y la única entrada y salida era la escalera por la que él había subido.

Y mientras se hacía estas reflexiones, de repente, a la débil luz del farol vio como el enorme badajo de la campana mayor comenzaba a moverse lentamente hasta golpear con fuerza el viejo bronce, haciendo vibrar con su lúgubre sonido hasta la última célula del ya asustado cura.

-Don Antonio, ¿ve a alguien?, le gritó desde el descansillo el tembloroso sacristán.

Pero por toda respuesta solo vio que, a toda velocidad, a pesar de lo empinado de la escalera, el cura se le echó encima apartándolo con fuerza, mientras con los ojos terriblemente abiertos iba diciendo: ¡A... Ánimas benditas!, ¡Ánimas benditas!, ¡s... son l... las Ánimas las que tocan las campanas!.

Clementino no necesitó más, al ver que se quedaba solo allá arriba, arrancó detrás del párroco gritando como un poseso mientras imaginaba una legión de espíritus queriéndole echar mano por detrás.

La gente de la plaza, al ver la velocidad a la que bajaban los dos faroles y oír los desaforados gritos del sacristán pidiendo al cura que lo esperara, y gritando que las ánimas tocaban las campanas, se perdieron por las calles como alma que lleva el diablo, como si ellos mismos fueran los perseguidos. Pues en aquellos tiempos, lo único sensato que se podía hacer por los espíritus, era rezarles o correr. ¡Y para rezos estaba ellos!.

-¡Ay, Diosico!, ¡Ay, madrica!, esperaime, no me dejéis aquí!..., gritaba la tía María mientras levantaba el rodete para correr más deprisa, y aunque tardó un poco más que los otros, cuando entre sofocos y toses llegó a su casa, le dio dos vueltas a la llave por si acaso.

A la mañana siguiente, cuando Honorio el cabrero fue a “tocar a las cabras” (4), encontró un farol roto junto a la escalera del campanario y unas galochas atascadas en el barro de la plaza que nadie llegó a reclamar. Pero el otro farol y la cacha del cura, perdidos también en la huida, no aparecieron jamás.

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Si alguien durante la agitada noche se hubiera fijado en el balcón del ayuntamiento, único edificio próximo por aquel lado a la iglesia, hubiera podido ver las sombras de tres mozos agazapados en él que, reventando de risa, iban tirando sucesivamente de dos hilos de sedal de pescar, que previamente habían atado a los badajos de las campanas.

Ni don Antonio ni el sacristán, ya fallecidos, ni los vecinos del pueblo, muchos ya fallecidos también, supieron nunca la broma de que fueron objeto, y en cuanto a los autores, ya supondrán los lectores quienes fueron. Por cierto que, Orencio, es el padre del que esto escribe, cuyo relato escuché de pequeño.

Seguro que todavía hay en Arrabalde quien se acuerde de aquella noche y del miedo que pasaron, pues no en vano... ¡¡era la noche de difuntos!!.


Onésimo Villar Carrera

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(1) Tapín: Palo de madera de unos 15 o 20 cm de largo por 1,5 de diámetro aproximadamente, más delgado en uno de sus extremos el cual va rodeado de estopa para hacerlo encajar en la canilla de la cuba, lugar por donde se saca el vino.
(2) Pocerón: Zona de bodegas
(3) Rollo: Plaza de la Iglesia
(4) Llamada que hacía todas las mañanas el cabrero con la campana más pequeña para que los vecinos sacaran sus cabras, que una vez reunidas él llevaría a pastar.


Orencio Villar Fuente es mi padre, tiene 90 años recién cumplidos y muchas goteras. Cuando aún se encontraba bien y su memoria funcionaba, me contaba que en sus años mozos, junto con José, Ulpiano, Pedro, Ramón y otros amigos, burros todos ellos como araos de vertedera, hicieron auténticas diabluras y barrabasadas, y gastaron bromas que si las hubieran hecho hoy habrían acabado en los tribunales. Pero en aquella época en los pueblos era una de las pocas formas de diversión que tenían, y casi todo se consentía. Esta fue una de ellas, quizá la más sonada, pero fueron tantas y algunas tan atravesadas que darían para escribir un libro o rodar una película.




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